domingo, 11 de diciembre de 2011

Luis Picazo Casariego

Si algo tiene de bueno esta crisis, es que puede ser un magnífico laboratorio en el que se pongan en práctica comportamientos de consumo alternativos a un modelo económico de crecimiento continuo. Este modelo, fundamentado en un mecanismo simple de retroalimentación positiva crecimiento-consumo, unido al aumento sin freno de la población mundial, nos esta conduciendo a la depredación de los últimos recursos naturales y a una degradación masiva de la biosfera, todo ello sin solucionar la gran desigualdad en la distribución de la riqueza producida.

Frente a la inviabilidad de tal modelo, aparece la polémica alternativa del Decrecimiento, corriente de pensamiento inspirada en la obra del economista Nicholas Georgescu-Roegen y que está comenzando a popularizarse en una confusión de términos tales como decrecimiento sostenible, anti-productivismo, simplicidad voluntaria, huella ecológica o bioeconomía.

El meollo de la cuestión: la segunda ley de la termodinámica.


Muchas de las leyes de la física nos ayudan a construir modelos realistas en otras disciplinas. Es el caso de las leyes de la termodinámica que, como veremos, son fundamentales para la comprensión de la economía moderna.

La termodinámica tuvo su origen en el estudio de los cambios de determinados parámetros físicos, como temperatura, presión y volumen, en sistemas en los que se transfiere energía como calor y como trabajo. Sus dos principales leyes son:

- Primera Ley de la Termodinámica. Aunque su formulación real es mucho más compleja (al menos para mí) podemos identificar esta ley con el principio de la conservación de la energía, aquello de que la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.

- Segunda Ley de la Termodinámica . Para entender mejor esta ley, que es la que más nos interesa, imaginemos que ponemos en contacto dos cuerpos, uno caliente y otro frío. El que está más caliente cederá calor, energía, al que está más frío, y pasado un tiempo ambos tendrán la misma temperatura, conservándose la energía total del conjunto (primer principio). Si fuera al contrario, es decir, si pasara energía del más frío al más caliente, resultando el que estaba frío aún más frío y el que estaba caliente aún más caliente, también se conservaría la energía, sin violarse la primera ley. Pero esto es imposible porque se viola la segunda ley de la termodinámica, que ya intuimos de qué va: el flujo espontáneo de calor siempre es unidireccional, desde los cuerpos de mayor temperatura hacia los de menor temperatura, hasta lograr un equilibrio térmico. Para invertir este flujo habría que aplicar energía al sistema.

Esta ley supone la introducción de un concepto que preocupa sobremanera a los economistas, la entropía, que mide la parte de la energía que no puede utilizarse para producir trabajo. De forma simple, una formulación de esta ley podría decir que en un sistema aislado la variación de la entropía siempre aumenta. En nuestro anterior ejemplo, la entropía final del conjunto (los dos objetos habiendo alcanzado la misma temperatura) será mayor que la de los dos objetos por separado. Este aumento de la entropía equivale a un aumento de la energía que no es capaz de realizar un trabajo, o si se prefiere, a una disminución de la energía útil, aunque la energía total del sistema se conserva.

La entropía también se asocia al “desorden” de los sistemas. Según esta segunda ley, los sistemas aislados tienden inexorablemente al máximo desorden. Por ejemplo, cuando quemamos carbón su energía se transformará en calor, humo y cenizas, la energía se dispersa, obteniéndose un sistema más desordenado, de mayor entropía. O si vertemos tinta en el agua, esta se dispersará mezclándose con ella. Y por mucho que esperemos no habrá un reordenamiento (disminución de la entropía) en el que se separe espontaneamente la tinta del agua. Por lo tanto, todo sistema cerrado tiende a un estado de máximo desorden o entropía o, lo que es lo mismo, a una disminución de energía útil.

Si introducimos energía en el sistema, es decir, si deja de ser cerrado, podemos revertir el proceso entrópico. Por ejemplo, lo hacemos cuando encendemos la calefacción de nuestra casa en invierno para no quedarnos helados: si no lo hacemos, la temperatura de nuestro cuerpo, a causa del obstinado aumento de entropía, se igualará con la de la habitación que está más fría. Pero esto lo haremos a costa de aumentar la entropía en otro lugar. En este caso en una caldera que está quemando gas con el siguiente resultado: calentar agua para nuestra calefacción y producir un residuo en forma de CO2. Por lo tanto, cualquier cosa que se haga por disminuir la entropía en una parte de un sistema será a costa de aumentarla en otra. La energía invertida, para desesperación de los economistas, será en gran medida irrecuperable, a pesar de estar dispersa en algún parte.

Si nos guiáramos solamente por el primer principio de la termodinámica, que declara que la energía no se crea ni se destruye, podríamos pensar que el uso de la energía no reducirá la cantidad de energía que queda disponible para ser usada de nuevo. Pero ahora sabemos que, según la segunda ley de la termodinámica, siempre que se usa energía, la cantidad de energía útil que queda en el sistema disminuye.

No hay forma de invertir este proceso. Quemar un trozo de carbón cambia un recurso natural de baja entropía por un residuo de alta entropía que es mucho menos capaz de realizar un trabajo. Al hacerlo, hemos aumentado la entropía de nuestro sistema, el planeta tierra. Hemos disminuido su energía útil, capaz de producir trabajo. Y ahora una mala noticia: el proceso económico (la producción seguida de consumo) es altamente entrópico.

Antecedentes: de la revolución industrial a la pesadilla maltusiana.


A finales del siglo XVIII aparecieron las primeras maquinas de vapor, que iniciarían la revolución mecánica (proceso de invención mecánica y de descubrimiento), la cual caminaría paralelamente a la revolución industrial (que sustituye el trabajo manual por la división del trabajo y la fabricación en serie). Europa experimenta a partir de entonces las mayores transformaciones socioeconómicas y tecnológicas desde el Neolítico.

Inicialmente, la máquina de vapor se aplicó a la industria textil y más tarde al transporte con la aparición de la locomotora. A mediados del XIX se extendía ya por Europa una considerable red ferroviaria. Las distancias se redujeron a la décima parte de lo que habían sido y se posibilitaron obras administrativas diez veces más extensas. También se empiezan a generalizar los barcos de vapor y con ellos las travesías transatlánticas. Después vino el telégrafo y a mediados de siglo se tendía el primer cable submarino entre Francia e Inglaterra. En poco tiempo la inmediatez de las noticias se hizo realidad. Con el desarrollo de la industria siderometalúrgica el hombre adquirió la capacidad de trabajar enormes masas de acero y hierro en las fundiciones. El dominio sobre la materia cambiaría nuestro destino para siempre.

Todo esto sólo fue posible gracias a un cambio cualitativo y cuantitativo sin precedentes en el uso de la energía.

En el mundo antiguo la energía era básicamente humana, con una leve contribución de la tracción animal. Pero con la llegada de la revolución mecánica tuvo lugar un profundo cambio en el carácter de trabajo. Los seres humanos ya no eran necesarios como una simple fuente de energía. El trabajo mecánico empezaría a ser asumido por las máquinas, muchísimo mas rápidas. La civilización moderna que hoy conocemos se comenzó a edificar sobre la energía mecánica barata.

Esta energía que movía las máquinas fue inicialmente la biomasa. Cuando esta se agotó en las fundiciones de Inglaterra, se pasó al carbón mineral. A su vez se iba desarrollando el electromagnetismo y su aplicación al desarrollo de la luz, la tracción y la transmisión eléctricas. En una fase posterior vino el motor de explosión, y con él, el empleo a gran escala del petróleo y sus refinados como combustible, posibilitando la aparición de la automoción y la aviación, que volvieron a acortar aún mas las distancias en el planeta.

Había nacido la sociedad del hidrocarburo. Comienza la explotación a gran escala de millones de toneladas de combustibles fósiles originados por microorganismos fosilizados que habían condensado la energía del sol durante cientos de miles de años. La humanidad comenzó a vivir de un recurso que le permitió independizarse del flujo diario de energía solar. La consecuencia fue un desarrollo industrial masivo y una explosión demográfica exponencial en un cortísimo período de nuestra historia. Se impusieron con urgencia nuevos ajustes y adaptaciones de todos los sistemas sociales, políticos y económicos a esta nueva realidad.

Simplificando mucho, el panorama sociopolítico y económico evolucionó como sigue. La revolución industrial supuso un enorme aumento de la producción de bienes. El rendimiento en la producción mediante la utilización de máquinas en los procesos industriales aportó una abundante oferta de productos a bajo precio y el crecimiento del consumo de los mismos. El aumento enorme de la oferta debía ser absorbido por la demanda interna y mediante el aumento de la exportación para evitar situaciones de crisis económica.

Paralelamente crecía la necesidad de materias primas y energía para seguir aumentando la oferta. La expansión colonial fue la consecuencia lógica de este nuevo modelo económico. Se inició un proceso de reparto del mundo para satisfacer las necesidades de materias primas y de los nuevos mercados que requería el capitalismo incipiente. Nace la época de las grandes potencias y el imperialismo y comienza el sistema de retroalimentación positiva producción-consumo-crecimiento que caracteriza la economía actual. La defensa de las colonias en un mundo casi totalmente repartido exigía la creación de poderosos ejércitos.

Esta escalada en el aumento de poder y las enemistades ancestrales entre naciones europeas desembocaron en la primera guerra mundial y continuaron con la segunda y la guerra fría. La caída del bloque soviético y las innovaciones en las telecomunicaciones, con la aparición de Internet a la cabeza que posibilita la inmediatez de las transacciones financieras, culmina la expansión global del capitalismo. Este hecho, unido a la desaparición de toda forma de intervencionismo económico, nos han llevado al modelo de globalización neoliberal actual, cuya base es un sistema económico de crecimiento continuo que actualmente diezma los últimos recursos naturales y energéticos del planeta, mientras la pesadilla maltusiana de una demografía desbocada sigue su curso.

El modelo de crecimiento continuo o la cuadratura del círculo entrópico.


Tradicionalmente un modelo económico sería un sistema cíclico que podría parecerse de forma simplificada al de esta figura:



Pero esta imagen ignora totalmente los aspectos físicos de la actividad económica. El ciclo no está impulsado por una fuente de energía externa. Hoy en día los economistas asumen un modelo económico que incorpora una descripción física de la economía, incorporando al medio ambiente como generador del flujo económico.



Pero reflexionemos sobre esta figura.

Como hemos visto en la primera parte, la actividad económica no escapa a las leyes de la física: el estado de organización de la economía sólo se incrementa (es decir, sólo mantiene baja su entropía) en tanto en cuanto disminuye el del sistema en su conjunto (que avanza hacia una mayor entropía). En palabras de Georgescu-Roegen “en términos de entropía, el coste de cualquier empresa económica o biológica es siempre mayor que el producto que obtiene, de forma que las actividades necesarias para llevarla a cabo reflejan necesariamente este déficit termodinámico”. O dicho de otro modo, hay que incorporar energía al proceso económico para producir bienes de baja entropía, a costa de aumentar la entropía del medio ambiente (residuos, calor).

Según una visión global de la segunda ley de la termodinámica, es fácil deducir que todos los sistemas complejos altamente ordenados, se desarrollan y crecen (incrementan su orden interno), necesariamente a expensas de incrementar el desorden de niveles superiores en la jerarquía del conjunto de sistemas.

La economía humana es un sistema altamente ordenado, complejo y dinámico. Es un subsistema abierto contenido por la biosfera. Así pues, el funcionamiento de la economía depende de la materia-energía de baja entropía de la biosfera y de su capacidad de asimilación y transformación de los residuos. O lo que es lo mismo, el crecimiento continuo del proceso productivo sólo es posible a base de incrementar el desorden (entropía) en la biosfera.

Respecto a la materia, la biosfera es un sistema cerrado. Pero en términos de energía el sistema es abierto: el flujo de radiación solar que llega es continuo y crucial. La radiación solar es energía de baja entropía que queda disponible en la biosfera a través del mayor y más eficiente sistema de transformación de energía en materia: la fotosíntesis, sin la cual, no existiríamos. Como dijimos, el problema entrópico es irresoluble para un sistema cerrado, pero afortunadamente vemos que el planeta no es un sistema cerrado gracias al astro rey que todas las culturas adoran, y ya sabemos por qué.

Los combustibles fósiles o la biomasa, la energía eólica o la hidraúlica, además evidentemente de la energía solar directa, son recursos energéticos que en última instancia provienen del sol. Efectivamente, los combustibles fósiles son energía solar concentrada por organismos vivos durante miles de años. Y todo el sistema bioclimático del planeta es activado gracias a la energía solar. Las únicas fuentes de origen estrictamente no solar son la energía nuclear (que recordemos es una fuente no renovable) y la geotérmica. Así pues, la energía solar es la única razón por la cual existe todo sistema organizado de baja entropía en la biosfera, como los seres vivos o nuestro sistema económico.

Nicholas Gerogescu-Roegen, al cual debemos el análisis que incorporó el concepto de entropía a los procesos económicos, propuso un modelo que comienza con el reconocimiento de que la naturaleza contribuye con un flujo de recursos naturales de baja entropía. Según este, las materias primas son transformadas por un caudal de capital y trabajo que no viene físicamente incorporado al producto. El capital y trabajo constituye la causa eficiente de la riqueza, y los recursos naturales la causa material. Los caudales de trabajo y capital se gastan y reemplazan en largos períodos de tiempo, sin embargo los flujos de los recursos se consumen (transforman) en productos en cortos períodos de tiempo. Existe una posibilidad de sustitución significativa entre estos dos caudales, trabajo y capital, o entre los flujos de recursos, por ejemplo, aluminio por cobre o carbón por gas natural, pero hay muy poca sustitución entre caudales y flujos.

Los caudales y los flujos, las causas eficientes y las materiales, son complementos, no sustitutos, en el proceso de producción. Dicho de otro modo: se puede construir la misma casa con menos carpinteros, menos dinero y más sierras mecánicas, pero ni la cantidad de carpinteros ni la de las sierras mecánicas disminuirán en mucho la cantidad de madera ni la de clavos. Por supuesto, se pueden usar ladrillos en vez de madera, pero esto sería la sustitución de un flujo de recursos por otro, en vez de la sustitución de un caudal por un flujo.

Como hemos visto, tenemos dos fuentes básicas de baja entropía: la solar y la terrestre (que indirectamente proviene en su mayoría del sol). La energía solar tiene unas reservas prácticamente ilimitadas pero es de naturaleza difusa e intermitente. La fuente terrestre (los combustibles fósiles, los minerales, las materias primas) está estrictamente limitada en la dimensión de sus reservas, pero se puede usar al ritmo que nos convenga y con márgenes muy amplios. La industrialización representa una mudanza de una dependencia básica de la fuente solar abundante (en forma de alimentos que nos proporciona la biosfera y que el esfuerzo del músculo humano o animal transforma en trabajo mecánico), hacia una mayor dependencia de la limitada fuente de recursos terrestres, para aprovechar el ritmo variable de explotación que podemos tener con estos. Basado solamente en esta consideración, Georgescu-Roegen pudo predecir, ya en los años 60, cuando la mayoría de los economistas hablaban de alimentar al mundo con petróleo, que terminaría sucediendo una sustitución justamente opuesta: que terminaríamos moviendo nuestros coches con alcohol de las cosechas de alimentos que capturan la luz solar.

Ahora podemos ver de forma clara como la actividad económica es entrópica. Los recursos naturales (la materia-energía de baja entropía) se agrupan, se procesan y se convierten en bienes y servicios. En cada paso de este proceso, se producen residuos y se consume energía. La cantidad de materia prima es igual a la cantidad de residuos más los productos que posteriormente se convierten también en residuos, pero las dos cantidades son cualitativamente diferentes. La diferencia se mide en términos de entropía. La producción económica es totalmente dependiente de la disponibilidad de insumos de baja entropía y tiene como resultado una disminución de energía disponible. No es suficiente con la primera ley de la termodinámica (conservación de la energía) por mucho que se empeñen muchos economistas para cerrar un ciclo materia/energía – producción – consumo – residuos/reciclaje, ya que en cada vuelta del ciclo hemos perdido energía útil.

La tecnología ha permitido a la economía humana dejar en suspenso, temporalmente, su dependencia de los insumos de origen solar de baja entropía y de bajo ritmo de explotación mediante la explotación masiva de los combustibles fósiles y otros recursos no renovables. Pero la tecnología no puede abolir la segunda ley de la termodinámica.

Conscientes del problema y con la consolidación del concepto de desarrollo sostenible, los economistas han incorporado actualmente en el modelo el criterio del “ahorro termodinámico”: la idea de reducir el consumo de potencial termodinámico en el ciclo de producción. En este sentido, podemos considerar tres políticas:
mejorar el reciclaje,
ampliar la vida útil de los bienes,
y mejorar la eficiencia termodinámica del proceso productivo.
Dada la tecnología actual, el reciclado es el que proporciona los menores ahorros. No podemos obviar que los residuos no pueden convertirse en recursos a menos que apliquemos una fuente externa de energía. Si bien el reciclaje es deseable en términos ambientales, entrópicamente no soluciona gran cosa.

La ampliación de la vida útil del producto tendría un impacto importante en la disminución del problema de la entropía, pero exigiría sin embargo un cambio en las técnicas de fabricación y los hábitos del consumo. Algo que, como podemos comprobar a diario, no le gusta nada a un sistema económico de crecimiento continuo: los productos son cada vez menos duraderos, y la cultura del usar y tirar y de la renovación permanente se estimula desde una poderosísima maquinaria publicitaria al servicio del consumo creciente, base y fundamento de este modelo.

Respecto al último punto, aumentar la eficiencia del proceso productivo, puede suponer un ahorro muy importante para un nivel de producción dado. Pero todo ahorro, en un sistema esquizofrénico de crecimiento y expansión, conlleva frecuentemente un incremento en la producción. Esto es lo que se llama la paradoja de Jevons: aumentar la eficiencia disminuye el consumo instantáneo pero incrementa el uso del modelo, lo que provoca un incremento del consumo global. Es decir, a medida que el perfeccionamiento tecnológico aumenta la eficiencia con la que se usa un recurso, lo más probable es que aumente el consumo de dicho recurso. Por ejemplo, si compráramos un coche que consumiera la mitad de gasolina, probablemente utilizaríamos más el coche que antes.

No digo que todo esto no sean soluciones al problema termodinámico, al contrario, son políticas muy necesarias. Sin embargo lo que cuestiono es el sistema en el que se implementan estas políticas: el del crecimiento continuo. Es esta forma de entender el mundo la que las hace prácticamente ineficaces, cuando no incompatibles. He aquí el gran dilema, la incompatibilidad física entre el crecimiento continuo y el ahorro termodinámico. Y cualquier intento de conciliar ambos conceptos es pura demagogia, de ahí la gran crítica, como veremos, al concepto de desarrollo sostenible.

A veces, desde sectores bien intencionados del movimiento ecologista, se apuesta por la energía solar como solución milagro para alimentar eternamente el ciclo económico. Es cierto que esta energía es la que capacita a la biosfera para convertir residuos de alta entropía en recursos de baja entropía, superando así las restricciones de la segunda ley. En este sentido, es crucial una política de residuos biodegradables ampliamente extendida. Y, por supuesto, contamos con su captación directa mediante tecnología solar. Sin embargo, la transición a infraestructuras recolectoras de energía solar requiere también mucha energía (que hoy por hoy proviene de fuentes no renovables en su inmensa mayoría). Y por otro lado, la magnitud del consumo energético de la sociedad moderna superaría con mucho la capacidad de generación de un hipotético sistema de producción de energía solar masivo. Lo que no quiere decir en absoluto que no sea fundamental la inversión en este sector como parte importante de una solución futura, especialmente en un escenario de modelo económico decreciente. Pero no seamos ingenuos, hoy por hoy, la energía solar no nos va a resolver la papeleta ni en nuestros sueños más optimistas.

Por último, hay que mencionar el factor demográfico. De hecho es el factor limitante. Antes de la revolución industrial, la cantidad de población que había sobre la tierra podría haber estado abastecida indefinidamente con los recursos naturales del planeta, quizás incluso a un nivel económico y de consumo postindustrial, porque la tasa de renovación de los recursos era más que suficiente.

Sin embargo, a la revolución industrial ha seguido la pesadilla de un crecimiento demográfico desbocado, a la par que un aumento en el consumo de recursos per cápita imparable alentado por la espiral del crecimiento continuo. Antes de la revolución industrial, digamos en 1800, la población mundial no llegaba a los mil millones de habitantes. En 1960, se había triplicado, pasando a los tres mil millones. Hoy en día, nos acercamos a los siete mil millones, previstos para 2012. En lo que yo llevo de vida (¡y todavía soy joven!) la población ha aumentado en… ¡¡¡3.200 millones!!!

A falta del descubrimiento de una fuente de energía continua, la opción del decrecimiento se perfila como la única alternativa lógica a la entropía económica. Este puede llegar de forma brutal, trágica y desequilibrada en forma de crisis, desempleo masivo, carestía de productos esenciales o guerras por recursos. O bien podemos enfrentar la situación de forma racional, justa y solidaria implementando un modelo decreciente en la planificación económica.

Decrecimiento, hacia un nuevo paradigma económico.


Ante todo, el Decrecimiento no es una simple inversión del proceso económico. Una disminución del consumo y de la producción sin una adaptación del modelo tendría probablemente consecuencias catastróficas en nuestra sociedad. Se trata de implementar de forma gradual, controlada y asimétrica una disminución de la producción económica.

Cuando digo asimétrica quiero decir que no todos los sectores ni todos los países deben disminuir su producción. Es evidente que no se le puede proponer a los países en vías de desarrollo, que aspiran legítimamente a mejorar su condiciones de vida como lo han hecho los países enriquecidos, que no sólo no deben aumentar su crecimiento económico sino que además tienen que decrecer. A nadie se le ocurriría semejante disparate. El decrecimiento se dirige a los países más industrializados, que además se han enriquecido, y lo siguen haciendo, en gran parte, a expensas de los recursos naturales de los países empobrecidos. Se trata de buscar una convergencia donde encontrarnos para avanzar juntos hacia un nuevo paradigma económico coherente con la capacidad de regeneración de la biosfera.


El objetivo principal sería sobre todo acabar con la idea del crecimiento por el crecimiento, de asociar el bienestar y la calidad de vida con el incremento del consumo. No se trata sencillamente de consumir menos, sino de forma diferente y en equilibrio con la naturaleza.

Parece obvio, aunque todavía haya gente que le cueste asumirlo, que un sistema económico de crecimiento ilimitado en un planeta de recursos limitados es inviable. En este sentido es útil el concepto de huella ecológica, un indicador que corresponde al área de territorio ecológicamente productivo (cultivos, pastos, bosques o ecosistemas acuáticos) necesaria para sustentar a una población dada con un modo de vida específico de forma indefinida. Esta herramienta, evalúa el impacto sobre el planeta de un determinado modo de vida comparado con su capacidad de regeneración.

Desde un punto de vista global se ha estimado en 1,8 hectáreas la biocapacidad del planeta por cada habitante, o lo que es lo mismo, si tuviéramos que repartir el terreno productivo de la tierra en partes iguales nos corresponderían 1,8 hectáreas por habitante para satisfacer todas nuestras necesidades durante un año. Con los datos de 2005, el consumo medio por habitante y año es de 2,7 hectáreas, por lo que, a nivel global, estamos consumiendo mucho más recursos y generando más residuos de los que el planeta puede generar y admitir.

Con los datos del 2005, por grupos de países la huella ecológica se distribuye como sigue:
6.4 para países de ingresos altos
1.9 para países de ingresos medios
0.8 para países de ingresos bajos
En los extremos tenemos a EEUU, cuyos habitantes consumen 9.6 hectáreas para mantener su modo de vida, y a la india, con 0.8 hectáreas.

Como vemos, el consumo de los recursos y la producción de residuos no se reparte de forma equitativa. Además, los países de mayores ingresos consumen en parte los recursos de los países de menores ingresos. Es por esta razón puramente ética que el decrecimiento ha de ser asimétrico y se refiere a los países ricos.
Esta asimetría también se puede aplicar a los diferentes sectores de la producción. Hay sectores que son grandes consumidores de recursos y que generan muchos residuos: automoción, infraestructuras de comunicación y transporte, determinadas industrias, construcción, etc. en contraposición a otros sectores mucho menos “agresivos” como la educación, la cultura, el ocio, etc. generadores de bienestar y que la económia no contabiliza de la misma manera en sus indicadores.

Se podría identificar esta búsqueda de convergencia hacia un nivel de sostenibilidad con el concepto de desarrollo sostenible (tan de moda actualmente entre políticos y economistas y tan denostado hace tan sólo 15 años, ¡quién les ha visto y quién les ve!). Para los ideólogos del decrecimiento, como Serge Latouche, este término es un oximorón: es decir, un nuevo concepto creado a partir de dos conceptos opuestos. En efecto, si asociamos desarrollo con crecimiento, que como hemos visto es insostenible, el término desarrollo sostenible encierra una contradicción en sí mismo. Por esta razón, los decrecentistas hablan también de decrecimiento sostenible.

La puesta en práctica de esta reducción en el consumo, requiere una reasociación conceptos y un cambio en la escala de valores. Calidad de vida no significa aumento de consumo material, sino que se asocia a la satisfacción de las necesidades humanas básicas: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, identidad, libertad, ocio, participación y creación. Poder adquisitivo y nivel de vida se contraponen al concepto de simplicidad voluntaria. La sostenibilidad no es sólo cuestión de ecoeficiencia sino de suficiencia humana y sobriedad. Seguramente habrá un impacto en el empleo y serán necesarias duras reconversiones, además de buscar nuevas fórmulas del reparto del trabajo y aprender a vivir mejor con menos.

Serge Latouche propone como los pilares del decrecimiento o el modelo de las “8 R” los siguientes conceptos:
Reevaluar: sustituir los valores globales, individualistas y consumistas por valores locales, de cooperación y humanistas.
Reconceptualizar: a una nueva visión del estilo de vida, calidad de vida, suficiencia y simplicidad voluntaria.
Reestructurar: adaptar el aparato de producción y las relaciones sociales en función de la nueva escala de valores, como por ejemplo, combinar ecoeficiencia y simplicidad voluntaria.
Relocalizar: llamamiento a la autosuficiencia local para satisfacer las necesidades prioritarias disminuyendo el consumo en transporte.
Redistribuir: el reparto de la riqueza, sobre todo en las relaciones entre el norte y el sur.
Reducir: con respecto al cambio del estilo de vida consumista al estilo de vida sencilla.
Reutilizar y reciclar: alargar el tiempo de vida de los productos para evitar el consumo y el despilfarro (recordemos el gran impacto que esto tiene sobre el ahorro termodinámico).
El decrecimiento no es una meta en sí mismo, sino un camino a seguir consistente en reducir los ritmos de consumo energético y material hasta un nivel acorde con la capacidad de regeneración del planeta, para posteriormente continuar con una etapa acrecentista que permita cubrir las necesidades básicas. En términos termodinámicos, esto equivale a disminuir el aumento de entropía del sistema para llegar a una situación de equilibrio termodinámico con la capacidad de regeneración de recursos de baja entropía por parte de la biosfera.

Nadie dice que esto sea sencillo… ni siquiera posible. Pero es imperativo intentarlo. Y es necesaria la implicación de todos los actores de la sociedad para construir un nuevo paradigma económico necesitado de nuevos y sólidos cimientos políticos, técnicos y filosóficos.

Hemos llegado a una situación de sobreconsumo y despilfarro que ni siquiera aporta lo único que al fin y al cabo importa, pasar por este mundo siendo lo más felices posible. Muy al contrario, asistimos a un aumento de las situaciones de insatisfacción, ansiedad, depresión y estrés en las sociedades más ricas. Y todo ello a costa de un mayor empobrecimiento de gran parte de la humanidad.

Tarde o temprano es inevitable una situación de decrecimiento. El planeta se nos ha quedado pequeño, como nunca antes había ocurrido en la historia. Podemos elegir entre ser nosotros los gestores de esta nueva situación o dejar que sea la regulación ciega y salvaje del mercado y el colapso medioambiental el que condene a una buena parte de la población. Y en este sentido hay que señalar que somos cada uno de nosotros, como individuos hacia los que se dirige toda acción de producción y donde termina toda acción de consumo, los que con nuestra forma de estar en el mundo podemos iniciar el cambio. El activismo más revolucionario empieza por nosotros mismos, por cambiar nuestra forma de vida por una simplicidad voluntaria que rechace todo consumo innecesario para nuestro verdadero bienestar. Somos nosotros el verdadero motor de la maquinaria económica y en nuestra mano está el desacelerar para provocar el cambio. No podemos esperar de los políticos la iniciativa, ya que actúan con plazos electorales y financiados en gran medida por los agentes económicos, pero sí su conversión inevitable si el cambio se generaliza.

La verdad es que me podría haber ahorrado todo este rollo diciendo simplemente que la fiesta toca a su fin, que ya no queda champán y se están acabando los canapés, que prácticamente ya sólo hay cacahuetes y cerveza calentorra en vaso de plástico, que el DJ no deja de repetir música machacona y las mismas frases vacías animando a un baile de autómatas borrachos, algunos de los cuales se van al baño a vomitar mientras los organizadores hacen caja y, lo más triste de todo, que nos vamos a quedar sin echar un polvo… que era a lo que realmente habíamos venido. Por no hablar de la resaca.

Sin embargo, prefiero terminar este artículo con los últimos párrafos de la conocida carta que el jefe indio Seattle de la tribu Dewamish envió en 1855 al presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, en respuesta a la oferta de compra de sus tierras, actual Estado de Washington:

“… Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo.


Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a una familia.”


“… Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios. Pero aún en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que Dios os trajo a estas tierras y os dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de piel roja con algún propósito especial. Tal destino es un misterio para nosotros porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos hayan sido exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes.


¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció.
¿Dónde está el águila? Desapareció.
Así termina la vida y comienza la supervivencia…”

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