miércoles, 22 de mayo de 2013

El capital cultural





El capital cultural puede existir bajo tres formas: en el estado incorporado, es decir, bajo la
forma de disposiciones duraderas del organismo; en el estado objetivado, bajo la forma de
bienes culturales, cuadros, libros, diccionarios, instrumentos, maquinaria, los cuales son la
huella o la realización de teorías o de críticas a dichas teorías, y de problemáticas, etc., y
finalmente en el estado institucionalizado, como forma de objetivación muy particular, porque
tal como se puede ver con el titulo escolar, confiere al capital cultural —que supuestamente
debe de garantizar— las propiedades totalmente originales.
El estado incorporado
La mayor parte de las propiedades del capital cultural puede deducirse del hecho de que en su
estado fundamental se encuentra ligado al cuerpo y supone la incorporación. La acumulación
del capital cultural exige una incorporación que, en la medida en que supone un trabajo de
inculcación y de asimilación, consume tiempo, tiempo que tiene que ser invertido
personalmente por el “inversionista” (al igual que el bronceado, no puede realizarse por
poder
 El trabajo personal, el trabajo de adquisición, es un trabajo del “sujeto” sobre sí mismo
(se habla de cultivarse). El capital cultural es un tener transformador en ser, una propiedad
hecha cuerpo que se convierte en una parte integrante de la “persona”, un hábito.
Quien lo posee ha pagado con su “persona”, con lo que tiene de más personal: su tiempo. Este capital
“personal” no puede ser transmitido instantáneamente (a diferencia del dinero, del título de
propiedad y aún de nobleza) por el don o por la transmisión hereditaria, la compra o el
intercambio. Puede adquirirse, en lo esencial, de manera totalmente encubierta e inconciente y
queda marcado por sus condiciones primitivas de adquisición; no puede acumularse más allá de
las capacidades de apropiación de un agente en particular; se debilita y muere con su portador
(con sus capacidades biológicas, su memoria, etc.). Por estar ligado de múltiples maneras a la
persona, a su singularidad biológica, y por ser objeto de una transmisión hereditaria siempre
altamente encubierta y hasta invisible, constituye un desafío para todos aquellos que apliquen la
vieja y persistente distinción que hacían los juristas griegos entre las propiedades heredadas
(tapatroa) y las adquiridas (epikte ‘ra) —es decir, agregadas por el propio individuo a su
patrimonio hereditario de manera que alcance a acumular los prestigios de la propiedad innata y
los méritos de la adquisición. De allí que este capital cultural presenta un más alto grado de
encubrimiento que el capital económico, por lo que está predispuesto a funcionar como capital
simbólico, es decir desconocido y reconocido, ejerciendo un efecto de (des)conocimiento, por
ejemplo sobre el mercado matrimonial o el mercado de bienes culturales en los que el capital
económico no está plenamente reconocido.

La economía de las grandes colecciones de pintura, de las grandes fundaciones culturales, así
como la economía de la beneficencia, de la generosidad y del legado, descansan sobre
propiedades del capital cultural que los economistas no pueden explicar. Por su naturaleza, al
economicismo se le escapa la alquimia propiamente social por la que el capital económico se
transforma en capital simbólico, capital denegado o más bien desconocido. Paradójicamente
también ignora la lógica propiamente simbólica de la distinción que asegura provechos
materiales y simbólicos a los poseedores de un fuerte capital cultural, quienes reciben un valor
de escasez según su posición en la estructura de la distribución del capital cultural (en ultimo
análisis, este valor de escasez se basa en el principio de que no todos los agentes tienen los
medios económicos y culturales para permitir a sus hijos proseguir sus estudios, más allá de un
mínimo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo menos valorada en un momento
dado).
Sin duda, en la lógica de la transmisión del capital cultural es donde reside el principio más
poderoso de la eficacia ideológica de este tipo de capital.
Por una parte se sabe que la apropiación del capital cultural objetivado —y por lo tanto, el
tiempo necesario para realizarla— depende principalmente del capital cultural incorporado al
conjunto de la familia, incorporación que se da mediante el efecto Arrow generalizado4 y todas
las formas de transmisión implícita, entre otras cosas. Por otra parte, se sabe que la
acumulación inicial de capital cultural, condición de acumulación rápida y fácil de cualquier
tipo de capital cultural útil, comienza desde su origen, sin retraso ni pérdida de tiempo, sólo
para las familias dotadas con un fuerte capital cultural. En este caso, el tiempo de acumulación
comprende la totalidad del tiempo de socialización. De allí que la transmisión del capital
cultural sea sin duda la forma mejor disimulada de transmisión hereditaria de capital y, por lo
mismo, su importancia relativa en el sistema de las estrategias de la reproducción es mayor, en
la medida en que las formas directas y posibles de transmisión tienden a ser más fuertemente
censuradas y controladas.
Inmediatamente se ve que es a través del tiempo necesario para la adquisición como se
establece el vínculo entre el capital económico y el capital cultural. Efectivamente, las
diferencias entre el capital cultural de una familia, implican diferencias, primero, en la
precocidad del inicio de la transmisión y acumulación, teniendo por límite la plena utilización
de la totalidad del tiempo biológico disponible, siendo el tiempo libre máximo puesto al
servicio del capital cultural máximo. En segundo término, implica diferencias en la capacidad
de satisfacer las exigencias propiamente culturales de una empresa de adquisición prolongada.
Además y correlativamente, el tiempo durante el que un individuo puede prolongar su esfuerzo
de adquisición, depende del tiempo libre que su familia le puede asegurar, de decir, liberar de la
necesidad económica, como condición de la acumulación inicial.
El estado objetivado
El capital cultural en su estado objetivado posee un cierto número de propiedades que se
definen solamente en su relación con el capital cultural en su forma incorporada. El capital
cultural objetivado en apoyos materiales —tales como escritos, pinturas, monumentos, etc.—,
es transmisible en su materialidad.

Una colección de cuadros, por ejemplo, se transmite también como el capital económico, si no
es que mejor, ya que posee un nivel de eufemización superior que aquél. Pero lo que es
transmisible es la propiedad jurídica y no (o necesariamente) lo que constituye la condición de
la apropiación específica, es decir, la posesión de instrumentos que permiten consumir un
cuadro o bien utilizar una máquina, y que por ser una forma de capital incorporado, se someten
a las mismas leyes de transmisión.
Así los bienes culturales pueden ser objeto de una apropiación material que supone el capital
económico, además de una apropiación simbólica, que supone el capital cultural. De allí que el
propietario de los instrumentos de producción debe de encontrar la manera de apropiarse, o
bien del capital incorporado, que es la condición de apropiación específica, o bien de los
servicios de los poseedores de este capital: es suficiente tener el capital económico para tener
máquinas; para apropiárselas y utilizarlas de acuerdo con su destino específico (definido por el
capital científico y técnico que se encuentra en ellas incorporado) hay que disponer,
personalmente o por poder, del capital incorporado. Tal es sin duda el fundamento del estatuto
ambiguo de los “cuadros”: si se enfatiza el hecho de que no son los propietarios (en el sentido
estrictamente económico) de los medios de producción que utilizan, y que solamente sacan
provecho de su capital cultural vendiendo los servicios y los productos que les es posible, se les
ubica del lado de los dominados; si se insiste en el hecho de que se benefician con la utilización
de una forma particular de capital, son colocados del lado de los dominadores. Todo parece
indicar que en la medida en que se incrementa el capital cultural incorporado a los instrumentos
de producción (al igual que el tiempo incorporado necesario para adquirir los medios de
apropiárselo, o sea, para atender a su intención objetiva, su destino y su función) la fuerza
colectiva de los propietarios del capital cultural tendería a incrementarse, a menos de que los
dueños de la especie dominante del capital no estuvieran en condición de poner a competir a los
poseedores del capital cultural (éstos, además, tienen una inclinación a la competencia, dadas
las condiciones mismas de su selección y formación, particularmente en la lógica de la
competencia escolar y el concurso).
El capital cultural en su estado objetivado se presenta con todas las apariencias de un universo
autónomo y coherente, que, a pesar de ser el producto del actuar histórico, tiene sus propias
leyes trascendentes a las voluntades individuales, y que, como lo muestra claramente el ejemplo
de la lengua, permanece irreductible ante lo que cada agente o aún el conjunto de agentes puede
apropiarse (es decir, de capital cultural incorporado).
Sin embargo, hay que tener cuidado de no olvidar que este capital cultural solamente subsiste
como capital material y simbólicamente activo, en la medida en que es apropiado por agentes y
comprometido, como arma y como apuesta que se arriesga en las luchas cuyos campos de
producción cultural (campo artístico, campo científico, etc.) —y más allá, el campo de las
clases sociales— sean el lugar en donde los agentes obtengan los beneficios ganados por el
dominio sobre este capital objetivado, y por lo tanto, en la medida de su capital incorporado.
El estado institucionalizado
La objetivación del capital cultural bajo la forma de títulos constituye una de las maneras de
neutralizar algunas de las propiedades que, por incorporado, tiene los mismos límites
biológicos que su contenedor. Con el título escolar —esa patente de competencia cultural que
confiere a su portador un valor convencional, constante y jurídicamente garantizado desde el
punto de vista de la cultura— la alquimia social produce una forma de capital cultural que tiene
una autonomía relativa respecto a su portador y del capital cultural que él posee efectivamente

en un momento dado; instituye el capital cultural por la magia colectiva, a la manera (según
Merleau Ponty) como los vivos instituyen sus muertos mediante los ritos de luto. Basta con
pensar en el concurso, el cual a partir del continuum de las diferencias infinitesimales entre sus
resultados, produce discontinuidades durables y brutales del todo y la nada, como aquello que
separa el último aprobado del primer reprobado, e instituye una diferencia esencial entre la
competencia estatutariamente reconocida y garantizada, y el simple capital cultural, al que se
le exige constantemente validarse. Se ve claramente en este caso, la magia del poder de
instituir, el poder de hacer ver y de hacer creer, o, en una palabra, reconocer.
No existe sino una frontera mágica, es decir impuesta y sostenida (a veces arriesgando la vida),
por la creencia colectiva (“verdad del lado de los Pirineos, error más allá de ellos”). Es la
misma diacrisis originaria la que instituye el grupo como realidad a la vez constante (es decir,
trascendente a los individuos), homogénea y diferente, mediante la institución (arbitraria y
desconocida en tanto tal) de una frontera jurídica que instituye los últimos valores del grupo,
aquellos que tienen como principio la creencia del grupo en su propio valor y que se definen en
oposición a los otros grupos.
Al conferirle un reconocimiento institucional al capital cultural poseído por un determinado
agente, el título escolar permite a sus titulares compararse y aun intercambiarse
(substituyéndose los unos por los otros en la sucesión). Y permite también establecer tasas de
convertibilidad entre capital cultural y capital económico, garantizando el valor monetario de
un determinado capital escolar. El título, producto de la conversión del capital económico en
capital cultural, establece el valor relativo del capital cultural del portador de un determinado
título, en relación a los otros poseedores de títulos y también, de manera inseparable, establece
el valor en dinero con el cual puede ser cambiado en el mercado de trabajo. La inversión
escolar sólo tiene sentido si un mínimo de reversibilidad en la conversión está objetivamente
garantizado. Dado que los beneficios materiales y simbólicos garantizados por el título escolar
dependen también de su escasez, puede suceder que las inversiones (en tiempo y esfuerzos)
sean menos rentables de lo esperable en el momento de su definición (o sea que la tasa de
convertibilidad del capital escolar y del capital económico sufrieron una modificación de
facto). Las estrategias de reconversión del capital económico en capital cultural, como factores
coyunturales de la explosión escolar y de la inflación de los títulos escolares, son determinadas
por las transformaciones de las estructuras de oportunidades del beneficio, aseguradas por los
diferentes tipos de capital.


Los tres estados del capital cultural*
Pierre Bourdieu

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